LA BOBINA MARAVILLOSA
Erase un principito que no quería estudiar. Cierta noche, después de haber recibido una buena regañina por su pereza, suspiro tristemente, diciendo:
¡Ay! ¿Cuándo seré mayor para hacer lo que me apetezca?
Y he aquí que, a la mañana siguiente, descubrió sobre su cama una bobina de hilo de oro de la que salió una débil voz:
Trátame con cuidado, príncipe.
Este hilo representa la sucesión de tus días. Conforme vayan pasando, el hilo se ira soltando. No ignoro que deseas crecer pronto... Pues bien, te concedo el don de desenrollar el hilo a tu antojo, pero todo aquello que hayas desenrollado no podrás ovillarlo de nuevo, pues los días pasados no vuelven.
El príncipe, para cerciorarse, tiro con ímpetu del hilo y se encontró convertido en un apuesto príncipe. Tiro un poco mas y se vio llevando la corona de su padre. ¡Era rey! Con un nuevo tironcito, inquirió:
Dime bobina ¿Cómo serán mi esposa y mis hijos?
En el mismo instante, una bellísima joven, y cuatro niños rubios surgieron a su lado. Sin pararse a pensar, su curiosidad se iba apoderando de él y siguió soltando mas hilo para saber como serian sus hijos de mayores.
De pronto se miro al espejo y vio la imagen de un anciano decrépito, de escasos cabellos nevados. Se asusto de sí mismo y del poco hilo que quedaba en la bobina. ¡Los instantes de su vida estaban contados! Desesperadamente, intento enrollar el hilo en el carrete, pero sin lograrlo.
Entonces la débil vocecilla que ya conocía, hablo así:
Has desperdiciado tontamente tu existencia. Ahora ya sabes que los días perdidos no pueden recuperarse. Has sido un perezoso al pretender pasar por la vida sin molestarte en hacer el trabajo de todos los días. Sufre, pues tu castigo.
El rey, tras un grito de pánico, cayó muerto: había consumido la existencia sin hacer nada de provecho.
¡Ay! ¿Cuándo seré mayor para hacer lo que me apetezca?
Y he aquí que, a la mañana siguiente, descubrió sobre su cama una bobina de hilo de oro de la que salió una débil voz:
Trátame con cuidado, príncipe.
Este hilo representa la sucesión de tus días. Conforme vayan pasando, el hilo se ira soltando. No ignoro que deseas crecer pronto... Pues bien, te concedo el don de desenrollar el hilo a tu antojo, pero todo aquello que hayas desenrollado no podrás ovillarlo de nuevo, pues los días pasados no vuelven.
El príncipe, para cerciorarse, tiro con ímpetu del hilo y se encontró convertido en un apuesto príncipe. Tiro un poco mas y se vio llevando la corona de su padre. ¡Era rey! Con un nuevo tironcito, inquirió:
Dime bobina ¿Cómo serán mi esposa y mis hijos?
En el mismo instante, una bellísima joven, y cuatro niños rubios surgieron a su lado. Sin pararse a pensar, su curiosidad se iba apoderando de él y siguió soltando mas hilo para saber como serian sus hijos de mayores.
De pronto se miro al espejo y vio la imagen de un anciano decrépito, de escasos cabellos nevados. Se asusto de sí mismo y del poco hilo que quedaba en la bobina. ¡Los instantes de su vida estaban contados! Desesperadamente, intento enrollar el hilo en el carrete, pero sin lograrlo.
Entonces la débil vocecilla que ya conocía, hablo así:
Has desperdiciado tontamente tu existencia. Ahora ya sabes que los días perdidos no pueden recuperarse. Has sido un perezoso al pretender pasar por la vida sin molestarte en hacer el trabajo de todos los días. Sufre, pues tu castigo.
El rey, tras un grito de pánico, cayó muerto: había consumido la existencia sin hacer nada de provecho.
LAS ABEJITAS JUGUETONAS
LAS ABEJITAS JUGUETONAS
En un panal había tres abejitas, que por primera vez iban a buscar néctar de las flores del campo. La reina de las abejas le dio un cántaro vacío a cada una y les ordenó traerlos bien llenos al caer la tarde. Las abejitas partieron volando a cumplir su tarea. La abeja mayor empezó inmediatamente. La del medio, se dedicó a escuchar las historias que le contaban las flores y los insectos. La más pequeña juntó muestras de todos los colores que encontraba en las florecillas. Sin que se dieran cuenta, de lo entretenidas que estaban, llegó la hora de volver al panal. En la entrada las esperaba la reina y su corte.
La abejita mayor entregó su cántaro lleno y fue felicitada por todas las abejas. Luego le tocó a la del medio. Cuando mostró su cántaro con solo la mitad con néctar, la reina le dijo enojada: “¿Eso es todo lo que traes?” “No”, dijo la abejita. “Además tengo muchas noticias y chismes que me contaron las flores y los insectos.” Y así entretuvo a la reina y al panal por mucho tiempo. Las abejas también la felicitaron.
Al final le tocó a la más pequeña. La reina le preguntó: “¿Y tú, cuánto néctar traes?”, la chiquita dijo: “Yo, traigo un tercio del cántaro con néctar y muchos colores, para que todas nos pintemos y nos veamos muy lindas...” las abejas se pintaron e hicieron una fiesta.
Ese día aprendieron que todos los talentos
son bienvenidos en el panal.
En un panal había tres abejitas, que por primera vez iban a buscar néctar de las flores del campo. La reina de las abejas le dio un cántaro vacío a cada una y les ordenó traerlos bien llenos al caer la tarde. Las abejitas partieron volando a cumplir su tarea. La abeja mayor empezó inmediatamente. La del medio, se dedicó a escuchar las historias que le contaban las flores y los insectos. La más pequeña juntó muestras de todos los colores que encontraba en las florecillas. Sin que se dieran cuenta, de lo entretenidas que estaban, llegó la hora de volver al panal. En la entrada las esperaba la reina y su corte.
La abejita mayor entregó su cántaro lleno y fue felicitada por todas las abejas. Luego le tocó a la del medio. Cuando mostró su cántaro con solo la mitad con néctar, la reina le dijo enojada: “¿Eso es todo lo que traes?” “No”, dijo la abejita. “Además tengo muchas noticias y chismes que me contaron las flores y los insectos.” Y así entretuvo a la reina y al panal por mucho tiempo. Las abejas también la felicitaron.
Al final le tocó a la más pequeña. La reina le preguntó: “¿Y tú, cuánto néctar traes?”, la chiquita dijo: “Yo, traigo un tercio del cántaro con néctar y muchos colores, para que todas nos pintemos y nos veamos muy lindas...” las abejas se pintaron e hicieron una fiesta.
Ese día aprendieron que todos los talentos
son bienvenidos en el panal.
EL PINGÜINO DIFERENTE
Los pingüinos son mundialmente conocidos por lo elegantes que son. Siempre visten de etiqueta y su andar es estirado y pomposo.
Un día estando Oscar, el pingüino, mojando sus patitas en el helado mar, notó que flotando llegaba hasta él una hermosa caja. Rápidamente Oscar la abrió y maravillado observó su contenido. No podía creer lo que sus ojos de pingüino veían... ¡la caja contenía muchos frascos llenos de alucinantes colores!. Y Oscar aprovechó la ocasión. Pintó su elegante frac de fuertes azules y amarillos, su pechera blanca terminó siendo anaranjada con puntos verdes. Se dibujó una corbata celeste y lila y sus pies los pintó rojos con rayas moradas. Oscar resplandecía, porque el sol había salido a iluminar tanto colorido, en la siempre blanca, nevada y helada antártica.
Entonces Oscar empezó su triunfal paseo. Los demás pingüinos quedaron asombrados. Reían. Saltaban. Silbaban. Aplaudían. Ese día fue el gran día de Oscar. Por fin, aunque fuera por poco tiempo, era diferente. Y la diferencia, lo hizo feliz.
Entonces, Oscar cambió su nombre, ahora se llama Arcoiris, porque, aunque volvió a vestir de etiqueta, lleva todos los colores en su corazón.
Los conejitos de colores
Había una mamá coneja que tenía muchos conejitos. Todos eran muy blancos, y también, como todos los niños, eran muy juguetones y un poquito locos. Así que siempre estaban jugando por el campo.
Pero, un día, todo el paisaje apareció también blanco. ¡Había nevado!
Cuando la mamá coneja fue a buscar a sus pequeños, no los podía encontrar, porque como eran blancos, se confundían con la nieve. Entonces fue a buscar pinturas y pintó a sus conejitos de todos los colores. ¡Ahora sí podía verlos, fácilmente, jugando en la nieve blanca!.
Todo anduvo bien, hasta que un día, al mirar al campo, no pudo encontrar nuevamente, a sus conejitos queridos. ¡Había llegado la primavera con todo su esplendoroso colorido!.
Llamó a sus niños y uno a uno los lavó y los volvió a su color natural, el blanco. Ahora los podía observar tranquilamente como corrían por el florido campo. Estaba muy feliz. Pero, un día, pasado el tiempo... ¡volvió a nevar!
...y este cuento vuelve a comenzar
Pero, un día, todo el paisaje apareció también blanco. ¡Había nevado!
Cuando la mamá coneja fue a buscar a sus pequeños, no los podía encontrar, porque como eran blancos, se confundían con la nieve. Entonces fue a buscar pinturas y pintó a sus conejitos de todos los colores. ¡Ahora sí podía verlos, fácilmente, jugando en la nieve blanca!.
Todo anduvo bien, hasta que un día, al mirar al campo, no pudo encontrar nuevamente, a sus conejitos queridos. ¡Había llegado la primavera con todo su esplendoroso colorido!.
Llamó a sus niños y uno a uno los lavó y los volvió a su color natural, el blanco. Ahora los podía observar tranquilamente como corrían por el florido campo. Estaba muy feliz. Pero, un día, pasado el tiempo... ¡volvió a nevar!
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La ranita la de la voz linda
Había una mamá coneja que tenía muchos conejitos. Todos eran muy blancos, y también, como todos los niños, eran muy juguetones y un poquito locos. Así que siempre estaban jugando por el campo.
Pero, un día, todo el paisaje apareció también blanco. ¡Había nevado!
Cuando la mamá coneja fue a buscar a sus pequeños, no los podía encontrar, porque como eran blancos, se confundían con la nieve. Entonces fue a buscar pinturas y pintó a sus conejitos de todos los colores. ¡Ahora sí podía verlos, fácilmente, jugando en la nieve blanca!.
Todo anduvo bien, hasta que un día, al mirar al campo, no pudo encontrar nuevamente, a sus conejitos queridos. ¡Había llegado la primavera con todo su esplendoroso colorido!.
Llamó a sus niños y uno a uno los lavó y los volvió a su color natural, el blanco. Ahora los podía observar tranquilamente como corrían por el florido campo. Estaba muy feliz. Pero, un día, pasado el tiempo... ¡volvió a nevar!
...y este cuento vuelve a comenzar
Pero, un día, todo el paisaje apareció también blanco. ¡Había nevado!
Cuando la mamá coneja fue a buscar a sus pequeños, no los podía encontrar, porque como eran blancos, se confundían con la nieve. Entonces fue a buscar pinturas y pintó a sus conejitos de todos los colores. ¡Ahora sí podía verlos, fácilmente, jugando en la nieve blanca!.
Todo anduvo bien, hasta que un día, al mirar al campo, no pudo encontrar nuevamente, a sus conejitos queridos. ¡Había llegado la primavera con todo su esplendoroso colorido!.
Llamó a sus niños y uno a uno los lavó y los volvió a su color natural, el blanco. Ahora los podía observar tranquilamente como corrían por el florido campo. Estaba muy feliz. Pero, un día, pasado el tiempo... ¡volvió a nevar!
...y este cuento vuelve a comenzar
Un elefante amarillito
Como todos saben, los elefantes son grandes y de color gris. Hasta que nació Puntito, el elefante enanito y amarillito... Como era diferente, los demás hacían bromas y se reían de Puntito. Los elefantes grandes y grises se jactaban de su fuerza y de los grandes pesos que eran capaces de mover. Puntito solo podía llevar ramitas, hojas secas, pasto y granitos de maíz, en su pequeña trompa amarilla.
Un día, un gran árbol cayó sobre el jefe de los elefantes, dejándolo atrapado. Todos los fuertes elefantes corrieron a salvar a su jefe. Pero por más fuerza que hacían, no podían levantar el árbol. Todos transpiraban y jadeaban tratando de levantar aquel tremendo peso.
Pero no podían.
Hasta que de pronto, un relámpago amarillo llamado Puntito, saltó sobre el tronco y con gran sorpresa para ellos, vieron que el árbol se levantó y el jefe quedó libre. La fuerza de todos no pudo levantar el árbol porque faltaba un poquito más... justamente la poquita fuerza del pequeño elefantito.
Y así fue que los grandes elefantes comprendieron que todos eran útiles, incluso Puntito... el amarillito.
Un día, un gran árbol cayó sobre el jefe de los elefantes, dejándolo atrapado. Todos los fuertes elefantes corrieron a salvar a su jefe. Pero por más fuerza que hacían, no podían levantar el árbol. Todos transpiraban y jadeaban tratando de levantar aquel tremendo peso.
Pero no podían.
Hasta que de pronto, un relámpago amarillo llamado Puntito, saltó sobre el tronco y con gran sorpresa para ellos, vieron que el árbol se levantó y el jefe quedó libre. La fuerza de todos no pudo levantar el árbol porque faltaba un poquito más... justamente la poquita fuerza del pequeño elefantito.
Y así fue que los grandes elefantes comprendieron que todos eran útiles, incluso Puntito... el amarillito.
Motita la nube porfiada
Un día, de entre las grandes nubes que habían en el cielo, salió corriendo y jugando una pequeña nube. Su mamá, una gran nube blanca y esponjosa la llamó dulcemente... ¡Motita!, ¡Motita! ¡no te alejes mucho!. Pero Motita era una nubecita un poquito porfiada y no hizo caso a los llamados de su mamá y siguió jugando en el amplio cielo y poco a poco se fue alejando.
El aire, lejos de su mamá, empezó a ponerse muy helado. Motita empezó a tiritar. Tiritaba y tiritaba.
De pronto notó que su cuerpo se empezaba a transformar en cientos de gotitas y empezó a caer hacia la tierra. ¡Se había transformado en lluvia!.
Al caer sobre el pasto de la pradera se unieron las gotitas en un pequeño charco y motita se sentía muy rara transformada en agua.
Afortunadamente para Motita salió el sol y empezó a sentir un rico calorcito. El calor aumentó y aumentó. Motita empezó a transpirar y se empezó a transformar en vapor. Entonces empezó a subir y subir, y a medida que subía se convertía de nuevo en una nube.
Motita estaba feliz, y más feliz estuvo cuando abrazó a su mamá y le prometió no alejarse de ella ni siquiera para jugar a ser lluvia...
El aire, lejos de su mamá, empezó a ponerse muy helado. Motita empezó a tiritar. Tiritaba y tiritaba.
De pronto notó que su cuerpo se empezaba a transformar en cientos de gotitas y empezó a caer hacia la tierra. ¡Se había transformado en lluvia!.
Al caer sobre el pasto de la pradera se unieron las gotitas en un pequeño charco y motita se sentía muy rara transformada en agua.
Afortunadamente para Motita salió el sol y empezó a sentir un rico calorcito. El calor aumentó y aumentó. Motita empezó a transpirar y se empezó a transformar en vapor. Entonces empezó a subir y subir, y a medida que subía se convertía de nuevo en una nube.
Motita estaba feliz, y más feliz estuvo cuando abrazó a su mamá y le prometió no alejarse de ella ni siquiera para jugar a ser lluvia...
COPITO
Los perros, como todos saben, mueven la cola cuando se sienten contentos o cuando ven a su amo o se encuentran con otros perros.
Pero Copito, un lindo perrito blanco, no lo hacía y todos se preguntaban por qué Copito no movía su cola blanca.
Tuvo que pasar mucho tiempo para que alguien se diera cuenta de lo que pasaba.
¡Copito no movía su cola porque Copito sabía sonreir!
¡Sí! ¡Copito sabía reir como tú!
Era cosa de mirar su hociquito para ver como sus blancos dientes brillaban de contento.
Ya sabes, si un perro no mueve su cola, sonríele.
Haz clic aquí para modificar.
Pero Copito, un lindo perrito blanco, no lo hacía y todos se preguntaban por qué Copito no movía su cola blanca.
Tuvo que pasar mucho tiempo para que alguien se diera cuenta de lo que pasaba.
¡Copito no movía su cola porque Copito sabía sonreir!
¡Sí! ¡Copito sabía reir como tú!
Era cosa de mirar su hociquito para ver como sus blancos dientes brillaban de contento.
Ya sabes, si un perro no mueve su cola, sonríele.
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Las semillas
Una vez en el campo, se encontraron, un par de semillas de sandía, que son muy grandes y una semillita pequeña y tímida.
De inmediato, las grandotas, empezaron a molestar a la pequeña.
- “Eres enana”, le decían.
- “Casi no te ves.”
- “Cuidado que te aplastamos”, se reían.
La semillita estaba a punto de llorar.
En eso estaban, cuando llegó la hora de entrar en la tierra, para iniciar el largo y natural proceso de transformarse en plantas.
Pasó el tiempo y empezaron a crecer. Las sandías no crecieron mucho, porque sus frutos eran muy grandes y pesados.
Mientras tanto, la pequeña semilla resultó ser un árbol, y crecía y crecía. Y en ese momento miró para todos lados y dijo:
- “¿A dónde se habrán ido las semillas que me molestaban tanto?”
Y las sandías se pusieron verdes de envidia por fuera y rojas de vergüenza por dentro.
¡Cuidado abusadores! Dentro de un pequeño,
puede estar escondido un gigante...
De inmediato, las grandotas, empezaron a molestar a la pequeña.
- “Eres enana”, le decían.
- “Casi no te ves.”
- “Cuidado que te aplastamos”, se reían.
La semillita estaba a punto de llorar.
En eso estaban, cuando llegó la hora de entrar en la tierra, para iniciar el largo y natural proceso de transformarse en plantas.
Pasó el tiempo y empezaron a crecer. Las sandías no crecieron mucho, porque sus frutos eran muy grandes y pesados.
Mientras tanto, la pequeña semilla resultó ser un árbol, y crecía y crecía. Y en ese momento miró para todos lados y dijo:
- “¿A dónde se habrán ido las semillas que me molestaban tanto?”
Y las sandías se pusieron verdes de envidia por fuera y rojas de vergüenza por dentro.
¡Cuidado abusadores! Dentro de un pequeño,
puede estar escondido un gigante...
Las dos Gotitas
Aquel día llovía fuerte. Y en esa lluvia iban dos gotitas que eran muy amigas.
Mientras caían, iban conversando y preguntándose qué pasaría con ellas al llegar a tierra. En eso estaban cuando el viento las separó.
Una gotita cayó en un lindo arroyuelo y feliz, se alejó cantando y gozando la vida, en aquel húmedo y musical tobogán.
La otra gotita fue a dar a un desierto seco y feo. Ella pensó que su destino había sido muy triste e inútil.
Pero mientras rodaba por la seca tierra del desierto, se encontró con una olvidada y sedienta semillita.
La gotita se dejó beber por la semilla, e hizo posible que, en el medio del desierto, naciera una hermosa flor.
La flor dió a beber de su néctar a las abejas. Las abejas hicieron, con el néctar, una dulce y sabrosa miel. La miel endulzó la vida de mucha gente.
La gotita supo entonces que no importa donde vivas, lo que importa es lo que hagas con tu vida.
Mientras caían, iban conversando y preguntándose qué pasaría con ellas al llegar a tierra. En eso estaban cuando el viento las separó.
Una gotita cayó en un lindo arroyuelo y feliz, se alejó cantando y gozando la vida, en aquel húmedo y musical tobogán.
La otra gotita fue a dar a un desierto seco y feo. Ella pensó que su destino había sido muy triste e inútil.
Pero mientras rodaba por la seca tierra del desierto, se encontró con una olvidada y sedienta semillita.
La gotita se dejó beber por la semilla, e hizo posible que, en el medio del desierto, naciera una hermosa flor.
La flor dió a beber de su néctar a las abejas. Las abejas hicieron, con el néctar, una dulce y sabrosa miel. La miel endulzó la vida de mucha gente.
La gotita supo entonces que no importa donde vivas, lo que importa es lo que hagas con tu vida.
El viaje
Los patos silvestres que vivían en aquel estanque, notaron que el invierno se acercaba. Tal vez porque los días eran más cortos o porque el aire estaba un poco más frío. Había llegado el momento de buscar climas más cálidos. Y un buen día echaron a volar iniciando un largo viaje siguiendo al sol.
Todos... menos uno.
Era un pato pequeño y débil que no había crecido tan rápido como los demás. Los otros eran fuertes, con hermosas y poderosas alas para volar grandes distancias.El patito miró con angustia, cómo la gran bandada se elevó rumbo al norte, dejándolo solo en aquella tierra que empezaba a ser fría y que anunciaba el crudo invierno. Agachó la cabeza y una lágrima rodó por su carita.
Pero en eso sintió un lejano graznido, luego otro y otro más. Levantó la cabeza y a lo lejos distinguió un punto negro que crecía y crecía. ¡Era la bandada que regresaba!
- “Hemos venido por tí, pequeño” le dijo el guía.
- “Te esperaremos el tiempo que sea necesario, para que crezcas, y puedas hacer el viaje con nosotros. Eres uno de los nuestros y tus hermanos no te van a dejar aquí solo”.
Y por la cara del patito ahora caían muchas lágrimas de felicidad. Pasaron dos semanas, justo las que el pequeño necesitaba para poder volar, y emprendió junto a sus hermanos, el largo viaje en busca del sol y de su calor.
Todos... menos uno.
Era un pato pequeño y débil que no había crecido tan rápido como los demás. Los otros eran fuertes, con hermosas y poderosas alas para volar grandes distancias.El patito miró con angustia, cómo la gran bandada se elevó rumbo al norte, dejándolo solo en aquella tierra que empezaba a ser fría y que anunciaba el crudo invierno. Agachó la cabeza y una lágrima rodó por su carita.
Pero en eso sintió un lejano graznido, luego otro y otro más. Levantó la cabeza y a lo lejos distinguió un punto negro que crecía y crecía. ¡Era la bandada que regresaba!
- “Hemos venido por tí, pequeño” le dijo el guía.
- “Te esperaremos el tiempo que sea necesario, para que crezcas, y puedas hacer el viaje con nosotros. Eres uno de los nuestros y tus hermanos no te van a dejar aquí solo”.
Y por la cara del patito ahora caían muchas lágrimas de felicidad. Pasaron dos semanas, justo las que el pequeño necesitaba para poder volar, y emprendió junto a sus hermanos, el largo viaje en busca del sol y de su calor.
El osito goloso
Había una vez un osito que se moría de ganas de comer miel, pero las abejas lo picaban cuando se acercaba al panal.
Entonces pensó en hacer mejor las cosas y fue al valle, cortó un gran ramillete de flores y se lo llevó a las abejitas.
Las abejas se conmovieron y le regalaron un frasco lleno de dorada, dulce y pegajosa miel.
El osito quedó muy feliz con su miel, pero mucho más por tener tantas nuevas y buenas amigas.
Entonces pensó en hacer mejor las cosas y fue al valle, cortó un gran ramillete de flores y se lo llevó a las abejitas.
Las abejas se conmovieron y le regalaron un frasco lleno de dorada, dulce y pegajosa miel.
El osito quedó muy feliz con su miel, pero mucho más por tener tantas nuevas y buenas amigas.
El rio
Allá en lo alto de las montaña cubierta por la nieve que se derrite, nace un pequeño hilito de agua.
Serpenteando entre las rocas y la tierra dura, el agua helada se desliza tratando por todos los medios de sobrevivir y llegar al hermoso valle que se distingue lejano. A medida que baja, se le van uniendo más hilos de agua, que como él, quieren llegar al valle. Y así va creciendo. Y creciendo.
Más abajo ya es un arroyo que con alegría y fuerza juvenil serpentea y canta mientras baja entre las quebradas. Y así va creciendo. En cuanto llega al valle se junta con otros arroyuelos. Y con la ayuda de estos nuevos amigos va creciendo y bañando los campos de trigo. Ya es un río. Y creciendo.
Más adelante en unos cañones profundos se va uniendo a otros ríos, serio y responsable. Trabajador. Nutre de vida los campos aledaños y calma la sed de los animales que se acercan a su orilla.
El viaje continúa y ya es un gran caudal que tranquilo y reposado se desliza suavemente para que los botes de los pescadores que lo navegan no se hundan. Ya puede ver, a lo lejos, su final. El agua prometida, el mar.
Y en ese lugar el río muere para ser parte del océano que lo acoge después de tan largo y feliz viaje.
Serpenteando entre las rocas y la tierra dura, el agua helada se desliza tratando por todos los medios de sobrevivir y llegar al hermoso valle que se distingue lejano. A medida que baja, se le van uniendo más hilos de agua, que como él, quieren llegar al valle. Y así va creciendo. Y creciendo.
Más abajo ya es un arroyo que con alegría y fuerza juvenil serpentea y canta mientras baja entre las quebradas. Y así va creciendo. En cuanto llega al valle se junta con otros arroyuelos. Y con la ayuda de estos nuevos amigos va creciendo y bañando los campos de trigo. Ya es un río. Y creciendo.
Más adelante en unos cañones profundos se va uniendo a otros ríos, serio y responsable. Trabajador. Nutre de vida los campos aledaños y calma la sed de los animales que se acercan a su orilla.
El viaje continúa y ya es un gran caudal que tranquilo y reposado se desliza suavemente para que los botes de los pescadores que lo navegan no se hundan. Ya puede ver, a lo lejos, su final. El agua prometida, el mar.
Y en ese lugar el río muere para ser parte del océano que lo acoge después de tan largo y feliz viaje.
El tren que queria volar
Había un tren, muy grande y pesado, que pasaba todo el tiempo pensando en volar. Los otros trenes le decían que era imposible, que solo los pájaros y los aviones volaban. Entonces el tren decía ¡Quiero ser un pájaro! ¡Quiero ser un avión!, pero seguía siendo un pesado tren de carga que quería volar.
Hasta que un día, hubo una gran tormenta, la cual destruyó un puente que unía dos cerros, justo cuando se acercaba el tren que quería volar. Frente a él se encontraba el vacío. El maquinista aplicó el freno y saltó a tierra para salvar su vida. En ese momento, el tren que quería volar vió su oportunidad. Desconectó los frenos con un fuerte sacudón y aceleró directo al vacío. Y entonces voló, voló, voló...
Y era tan fuerte su deseo de volar, que se mantuvo en el aire a pesar de su cuerpo de hierro. Y sintió que era un pájaro. Y sintió que era un avión.
Se mantuvo en el aire mientras las nubes, que habían bajado a ver la hazaña, pasaban sonriendo a su lado. Llegó volando al otro lado del barranco y las ruedas tomaron su camino de metal. Desde ese día, el tren que quería volar fue completamente feliz y se olvidó de ser un pájaro o un avión.
Entendió que lo suyo era ser un tren de carga y sonreía cuando alguien decía que para un tren era imposible volar.
Hasta que un día, hubo una gran tormenta, la cual destruyó un puente que unía dos cerros, justo cuando se acercaba el tren que quería volar. Frente a él se encontraba el vacío. El maquinista aplicó el freno y saltó a tierra para salvar su vida. En ese momento, el tren que quería volar vió su oportunidad. Desconectó los frenos con un fuerte sacudón y aceleró directo al vacío. Y entonces voló, voló, voló...
Y era tan fuerte su deseo de volar, que se mantuvo en el aire a pesar de su cuerpo de hierro. Y sintió que era un pájaro. Y sintió que era un avión.
Se mantuvo en el aire mientras las nubes, que habían bajado a ver la hazaña, pasaban sonriendo a su lado. Llegó volando al otro lado del barranco y las ruedas tomaron su camino de metal. Desde ese día, el tren que quería volar fue completamente feliz y se olvidó de ser un pájaro o un avión.
Entendió que lo suyo era ser un tren de carga y sonreía cuando alguien decía que para un tren era imposible volar.
Raul el cinepies
Verano. El sol pega fuerte sobre el campo verde y florido. Entre la numerosa maleza vive una gran comunidad de cienpiés, aquellas extrañas orugas que se caracterizan por la gran cantidad de patitas que poseen. Estos cienpiés son muy amistosos y se reúnen en grupos para salir a caminar, a bailar, a bañarse en los charcos, a comer hojitas y todas aquellas cosas entretenidas que hacen los cienpiés cuando están felices.
Pero había uno llamado Raúl al cual nadie invitaba y que pasaba todo el tiempo solo y si quería entretenerse tenía que inventar sus propios juegos. Juegos solitarios, juegos aburridos. La soledad lo había transformado en un cienpiés tímido y no se atrevía a preguntar el por qué no lo invitaban. Él se miraba en las pozas de agua y se comparaba con los otros y no encontraba ninguna diferencia entre él y los demás. Lo único raro que había notado era que todos los cienpiés que pasaban a su lado hacían extrañas muecas con su nariz. Hasta que un día se armó de valor y preguntó al primero que pasó a su lado el por qué todos lo evitaban. La respuesta lo dejó helado.
Desde ese momento Raúl lava sus patitas todos los días y ya no le da flojera hacerlo porque la recompensa fue muy buena, ahora tiene cientos de amigos para jugar, caminar, bailar y ser feliz.
Pero había uno llamado Raúl al cual nadie invitaba y que pasaba todo el tiempo solo y si quería entretenerse tenía que inventar sus propios juegos. Juegos solitarios, juegos aburridos. La soledad lo había transformado en un cienpiés tímido y no se atrevía a preguntar el por qué no lo invitaban. Él se miraba en las pozas de agua y se comparaba con los otros y no encontraba ninguna diferencia entre él y los demás. Lo único raro que había notado era que todos los cienpiés que pasaban a su lado hacían extrañas muecas con su nariz. Hasta que un día se armó de valor y preguntó al primero que pasó a su lado el por qué todos lo evitaban. La respuesta lo dejó helado.
- -Es que no te lavas los pies y los tienes muy hediondos, y como son cien... ¡puf, puf!
Desde ese momento Raúl lava sus patitas todos los días y ya no le da flojera hacerlo porque la recompensa fue muy buena, ahora tiene cientos de amigos para jugar, caminar, bailar y ser feliz.
El gato soñador
Había una vez un pueblo pequeño. Un pueblo con casas de piedras, calles retorcidas y muchos, muchos gatos. Los gatos vivían allí felices, de casa en casa durante el día, de tejado en tejado durante la noche.
La convivencia entre las personas y los gatos era perfecta. Los humanos les dejaban campar a sus anchas por sus casas, les acariciaban el lomo, y le daban de comer. A cambio, los felinos perseguían a los ratones cuando estos trataban de invadir las casas y les regalaban su compañía las tardes de lluvia.
Y no había quejas…
Hasta que llegó Misifú. Al principio, este gato de pelaje blanco y largos bigotes hizo exactamente lo mismo que el resto: merodeaba por los tejados, perseguía ratones, se dejaba acariciar las tardes de lluvia.
Pero pronto, el gato Misifú se aburrió de hacer siempre lo mismo, de que la vida gatuna en aquel pueblo de piedra se limitara a aquella rutina y dejó de salir a cazar ratones. Se pasaba las noches mirando a la luna.
- Te vas a quedar tonto de tanto mirarla – le decían sus amigos.
Pero Misifú no quería escucharles. No era la luna lo que le tenía enganchado, sino aquel aire de magia que tenían las noches en los que su luz invadía todos los rincones.
- ¿No ves que no conseguirás nada? Por más que la mires, la luna no bajará a estar contigo.
Pero Misifú no quería que la luna bajara a hacerle compañía. Le valía con sentir la dulzura con la que impregnaba el cielo cuando brillaba con todo su esplendor.
Porque aunque nadie parecía entenderlo, al gato Misifú le gustaba lo que esa luna redonda y plateada le hacía sentir, lo que le hacía pensar, lo que le hacía soñar.
- Mira la luna. Es grande, brillante y está tan lejos. ¿No podremos llegar nosotros ahí donde está ella? ¿No podremos salir de aquí, ir más allá? – preguntaba Misifú a su amiga Ranina.
Ranina se estiraba con elegancia y le lanzaba un gruñido.
- ¡Ay que ver, Misifú! ¡Cuántos pájaros tienes en la cabeza!
Pero Misifú no tenía pájaros sino sueños, muchos y quería cumplirlos todos…
- Tendríamos que viajar, conocer otros lugares, perseguir otros animales y otras vidas. ¿Es que nuestra existencia va a ser solo esto?
Muy pronto los gatos de aquel pueblo dejaron de hacerle caso. Hasta su amiga Ranina se cansó de escucharle suspirar.
Tal vez por eso, tal vez porque la luna le dio la clave, el gato Misifú desapareció un día del pueblo de piedra. Nadie consiguió encontrarle.
- Se ha marchado a buscar sus sueños. ¿Habrá llegado hasta la luna?– se preguntaba con curiosidad Ranina…
Nunca más se supo del gato Misifú, pero algunas noches de luna llena hay quien mira hacia el cielo y puede distinguir entre las manchas oscuras de la luna unos bigotes alargados.
No todos pueden verlo. Solo los soñadores son capaces.
¿Eres capaz tú?
La convivencia entre las personas y los gatos era perfecta. Los humanos les dejaban campar a sus anchas por sus casas, les acariciaban el lomo, y le daban de comer. A cambio, los felinos perseguían a los ratones cuando estos trataban de invadir las casas y les regalaban su compañía las tardes de lluvia.
Y no había quejas…
Hasta que llegó Misifú. Al principio, este gato de pelaje blanco y largos bigotes hizo exactamente lo mismo que el resto: merodeaba por los tejados, perseguía ratones, se dejaba acariciar las tardes de lluvia.
Pero pronto, el gato Misifú se aburrió de hacer siempre lo mismo, de que la vida gatuna en aquel pueblo de piedra se limitara a aquella rutina y dejó de salir a cazar ratones. Se pasaba las noches mirando a la luna.
- Te vas a quedar tonto de tanto mirarla – le decían sus amigos.
Pero Misifú no quería escucharles. No era la luna lo que le tenía enganchado, sino aquel aire de magia que tenían las noches en los que su luz invadía todos los rincones.
- ¿No ves que no conseguirás nada? Por más que la mires, la luna no bajará a estar contigo.
Pero Misifú no quería que la luna bajara a hacerle compañía. Le valía con sentir la dulzura con la que impregnaba el cielo cuando brillaba con todo su esplendor.
Porque aunque nadie parecía entenderlo, al gato Misifú le gustaba lo que esa luna redonda y plateada le hacía sentir, lo que le hacía pensar, lo que le hacía soñar.
- Mira la luna. Es grande, brillante y está tan lejos. ¿No podremos llegar nosotros ahí donde está ella? ¿No podremos salir de aquí, ir más allá? – preguntaba Misifú a su amiga Ranina.
Ranina se estiraba con elegancia y le lanzaba un gruñido.
- ¡Ay que ver, Misifú! ¡Cuántos pájaros tienes en la cabeza!
Pero Misifú no tenía pájaros sino sueños, muchos y quería cumplirlos todos…
- Tendríamos que viajar, conocer otros lugares, perseguir otros animales y otras vidas. ¿Es que nuestra existencia va a ser solo esto?
Muy pronto los gatos de aquel pueblo dejaron de hacerle caso. Hasta su amiga Ranina se cansó de escucharle suspirar.
Tal vez por eso, tal vez porque la luna le dio la clave, el gato Misifú desapareció un día del pueblo de piedra. Nadie consiguió encontrarle.
- Se ha marchado a buscar sus sueños. ¿Habrá llegado hasta la luna?– se preguntaba con curiosidad Ranina…
Nunca más se supo del gato Misifú, pero algunas noches de luna llena hay quien mira hacia el cielo y puede distinguir entre las manchas oscuras de la luna unos bigotes alargados.
No todos pueden verlo. Solo los soñadores son capaces.
¿Eres capaz tú?
El malo del cuento
¿Qué pasaría si el malo del cuento por excelencia, el temido lobo, una mañana se levantara con ganas de ser el héroe del cuento? Seguro que se montaría un buen lío en el mundo imaginario de los personajes literarios…
Pero, ¿quién ha dicho que los malos no son a veces un poco buenos, y que los buenos no se comportan muchas veces de una manera mala? Parece un trabalenguas, pero no lo es. Es la historia de “El malo del cuento”…
El malo del cuento Cansado de ser siempre el malo de los cuentos, el lobo se levantó aquella mañana dispuesto a renunciar a su cargo. Se puso el traje de los domingos, se afeitó con esmero y se fue a la oficina de trabajo de personajes infantiles. En la oficina había un gran follón. El Gato con botas había intentado colarse y pasar antes que la Abuela de Caperucita y la Bruja de Blancanieves se había enfadado tanto que le había convertido en un ratón:
- ¡Qué poco respeto por los mayores! – había gritado encolerizada.
Los funcionarios de la oficina tardaron más de media hora en convencer a la Bruja de que devolviera al Gato a su forma original y por eso todo iba con mucho retraso aquella mañana. Cuando por fin gritaron su nombre, el Lobo, arrastrando sus pies, se sentó frente al oficinista.
- ¿Qué desea, señor Lobo? ¿Ha tenido algún retraso con su sueldo este mes?
- No, no, todo eso está perfecto. Lo que no está bien es el trabajo. Estoy cansado de ser el malo de los cuentos. De que los niños me tengan miedo. De que los demás personajes se rían siempre de mi cuando acaban quemándome, llenándome de piedras la barriga, o disparándome con una escopeta de cazador. ¡O me convierten en héroe o me marcho para siempre!
- Pero eso no podemos hacerlo. Para héroes ya tenemos a los príncipes.
- Pero eso es muy aburrido. ¿No ha oído las quejas de las princesas? Ellas también están hartas de ser unas melindres que siempre necesitan ser salvadas: los tiempos están cambiando, señor funcionario. A ver si se enteran en esta oficina de una vez…
Pero por más que el señor Lobo intentó convencer al operario, no lo consiguió, así que se marchó enfadado dispuesto a no trabajar nunca más.
Fue así como los cuentos se quedaron sin villano. El cerdito de la casa de ladrillos miraba con nostalgia la chimenea, Caperucita se enfadaba con la abuela porque no tenía los ojos, ni la nariz, ni la boca muy grande, los siete cabritillos esperaban aburridos en casa a que mamá apareciera, Pedro no asustaba a nadie con su grito de ¡qué viene el lobo! porque todos sabían que este se había ido para siempre.
Pero lo peor fue que, sin el señor Lobo, los cuentos dejaron de ser divertidos y los niños se aburrían tanto, que dejaron de leer.
Muy preocupados, todos los personajes infantiles se reunieron en la oficina de trabajo para intentar buscar una solución.
- Si los niños dejan de leer, pronto desapareceremos todos.
- Hay que convencer al señor Lobo de que vuelva a ser el malo de nuestros cuentos.
- Tenemos que prometerle que no volveremos a reírnos de él. ¡Le necesitamos!
Así que todos juntos fueron a visitarle. Cuando el Lobo vio que todos los personajes querían que volviera, se sintió conmovido.
- Está bien, veo que no me queda más remedio que aceptar que mi papel en los cuentos es ser el malo. Pero para regresar a la literatura necesito que me hagáis un favor: quiero que todos los niños sepan que en mi tiempo libre no voy por ahí comiéndome abuelas, ni cabritillos, ni cerditos.
- Pero, ¿cómo haremos eso? – preguntaron todos sorprendidos.
- Conozco un blog de cuentos infantiles que seguro que estarían interesados en esta historia – exclamó entusiasmado un conejo sin orejas.
Y fue así como la historia del Lobo que no quería ser el malo del cuento llegó hasta nosotros…
Pero, ¿quién ha dicho que los malos no son a veces un poco buenos, y que los buenos no se comportan muchas veces de una manera mala? Parece un trabalenguas, pero no lo es. Es la historia de “El malo del cuento”…
El malo del cuento Cansado de ser siempre el malo de los cuentos, el lobo se levantó aquella mañana dispuesto a renunciar a su cargo. Se puso el traje de los domingos, se afeitó con esmero y se fue a la oficina de trabajo de personajes infantiles. En la oficina había un gran follón. El Gato con botas había intentado colarse y pasar antes que la Abuela de Caperucita y la Bruja de Blancanieves se había enfadado tanto que le había convertido en un ratón:
- ¡Qué poco respeto por los mayores! – había gritado encolerizada.
Los funcionarios de la oficina tardaron más de media hora en convencer a la Bruja de que devolviera al Gato a su forma original y por eso todo iba con mucho retraso aquella mañana. Cuando por fin gritaron su nombre, el Lobo, arrastrando sus pies, se sentó frente al oficinista.
- ¿Qué desea, señor Lobo? ¿Ha tenido algún retraso con su sueldo este mes?
- No, no, todo eso está perfecto. Lo que no está bien es el trabajo. Estoy cansado de ser el malo de los cuentos. De que los niños me tengan miedo. De que los demás personajes se rían siempre de mi cuando acaban quemándome, llenándome de piedras la barriga, o disparándome con una escopeta de cazador. ¡O me convierten en héroe o me marcho para siempre!
- Pero eso no podemos hacerlo. Para héroes ya tenemos a los príncipes.
- Pero eso es muy aburrido. ¿No ha oído las quejas de las princesas? Ellas también están hartas de ser unas melindres que siempre necesitan ser salvadas: los tiempos están cambiando, señor funcionario. A ver si se enteran en esta oficina de una vez…
Pero por más que el señor Lobo intentó convencer al operario, no lo consiguió, así que se marchó enfadado dispuesto a no trabajar nunca más.
Fue así como los cuentos se quedaron sin villano. El cerdito de la casa de ladrillos miraba con nostalgia la chimenea, Caperucita se enfadaba con la abuela porque no tenía los ojos, ni la nariz, ni la boca muy grande, los siete cabritillos esperaban aburridos en casa a que mamá apareciera, Pedro no asustaba a nadie con su grito de ¡qué viene el lobo! porque todos sabían que este se había ido para siempre.
Pero lo peor fue que, sin el señor Lobo, los cuentos dejaron de ser divertidos y los niños se aburrían tanto, que dejaron de leer.
Muy preocupados, todos los personajes infantiles se reunieron en la oficina de trabajo para intentar buscar una solución.
- Si los niños dejan de leer, pronto desapareceremos todos.
- Hay que convencer al señor Lobo de que vuelva a ser el malo de nuestros cuentos.
- Tenemos que prometerle que no volveremos a reírnos de él. ¡Le necesitamos!
Así que todos juntos fueron a visitarle. Cuando el Lobo vio que todos los personajes querían que volviera, se sintió conmovido.
- Está bien, veo que no me queda más remedio que aceptar que mi papel en los cuentos es ser el malo. Pero para regresar a la literatura necesito que me hagáis un favor: quiero que todos los niños sepan que en mi tiempo libre no voy por ahí comiéndome abuelas, ni cabritillos, ni cerditos.
- Pero, ¿cómo haremos eso? – preguntaron todos sorprendidos.
- Conozco un blog de cuentos infantiles que seguro que estarían interesados en esta historia – exclamó entusiasmado un conejo sin orejas.
Y fue así como la historia del Lobo que no quería ser el malo del cuento llegó hasta nosotros…
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Juan era un muchacho que se había ido de soldado desde muy chico, pero un día decidió irse a correr mundo, pidiéndole a su general que le diera licencia para dejar el ejército. Pero como al poco tiempo se le acabó el sueldo que le habían pagado, se vio pobre y desconsolado. Entonces se puso a pensar en voz alta:
—Sería capaz de venderle mi alma al diablo con tal que me diera dinero.
Y el diablo, que no está sordo, se le apareció al momento vestido de terciopelo colorado, con capa y un capuchón por donde se le asomaban los cuernos, y le dijo:
—Yo puedo darte todo lo que deseas, pero antes tengo que asegurarme de qué eres valiente.
Juan Soldado como prueba le enseñó las cicatrices de las heridas que había recibido en el campo de batalla, pero el diablo no se dio por satisfecho.
Y que va viendo Juan Soldado un chango grandísimo como orangután que trató de darle de palos con un garrote, pero Juan ni tardo ni perezoso, le clavó la bayoneta de su fusil dejándolo muerto en el acto.
—Veo —le dijo el individuo rojo— que eres valiente, y desde hoy cuenta con que tendrás lo que quieras, siempre que cumplas estas condiciones: te pondrás el vestido que llevo puesto, y siempre que metas mano al bolsillo lo hallarás lleno de dinero; te cubrirás con la piel del mono que acabas de matar, y durante diez años no te lavarás, ni peinarás, ni te cortarás el pelo ni la barba. Si en esos diez años cometes una mala acción, tu alma será mía; y si eres bueno, al cabo de ese tiempo serás completamente dichoso.
Aceptó Juan Soldado las condiciones del diablo con tal de tener dinero. Sin perder tiempo se vistió de diablo y metiéndose las manos en los bolsillos los encontró repletos de relucientes monedas de oro. Después desolló al chango, se puso la piel de abrigo y se alejó muy contento mientras el diablo desaparecía dejando un fuerte olor a azufre.
Con el tiempo Juan Soldado se dio cuenta que siempre que sacaba dinero de los bolsillos se volvía a llenar de monedas de oro, así que decidió hacer un entierrito para cuando terminara su compromiso con el diablo. Buscó en el campo un árbol cerca de una peña que le sirviera de señal y haciendo un pozo, de cuando en cuando, iba a echar allí dinero. Andaba feliz, pero no podía gozar bastante de su dinero pues estaba tan feo que muchos le tenían miedo.
Un día que Juan Soldado estaba en el campo enterrando monedas vio a un hombre de muy mala catadura que con un puñal lo amenazó diciéndole:
—¡Manos arriba! A la buena o a la mala me tienes que entregar todo el dinero que tienes enterrado.
—Pues lo veremos, ya ves que no soy manco —le contestó Juan Soldado.
Y diciendo y haciendo se le echó encima y los dos se agarraron a golpes, por fin Juan Soldado logró sujetarlo por el cuello hasta que casi lo ahorca. Pero entonces el hombre, que no era otro sino el mismo diablo, le arrojó llamas por los ojos, la nariz y la boca, que prendieron en el abrigo de piel de chango que traía puesto Juan, quien lo soltó a la carrera, revolcándose luego en la tierra para apagarse el fuego.
Entonces el diablo le dijo:
—He querido probar si de veras eres valiente y digno de mi protección y por poco me sale cara la prueba, pues nada faltó, para que me hubieras ahorcado. Cumples bien tu compromiso, pero para que tenga más mérito, voy a aumentar el mal aspecto que ya tienes y darte la apariencia más horrible. Si sales bien, tienes asegurada mi protección; pero si no, tu alma será mía. Hasta la vista—. Y desapareció convertido en una ligera nube de humo.
Juan Soldado quedó más feo que nunca, sucio, peludo y chamuscado. A pesar de tanto bien como hacía, no por eso lo veían las gentes de mejor modo, y como naturalmente su aspecto empeoraba cada día, resultaba que ya no podía acercarse a ninguna parte habitada, pues creyéndolo un monstruo de especie desconocida, estuvo varias veces a punto de ser asesinado a pedradas, a palos, y aún llegó el caso de que se formó una reunión de hombres armados con el exclusivo objeto de perseguirle para matarlo. Viendo esto Juan Soldado, se decidió a huir de aquellos sitios, internándose en los montes más espesos, a riesgo de ser devorado por alguna fiera.
A mucho andar llegó a una floresta donde la tierra era roja como regada con sangre, y los árboles negros con formas de hombres, mujeres y niños, que se quejaban lastimosamente cuando el viento movía sus hojas, negras también. Caminó Juan Soldado otro poco y encontró a un hombre de mediana edad que estaba sembrando verduras, asustándose al verlo.
—No temas —le dijo Juan— no te haré daño, pero dime ¿qué haces en estas lejanías?
El hombre, que por sus modales se notaba que era un gran señor, le contó que antes era el Rey de aquel lugar, que su castillo estaba cerca y abandonado porque un día había llegado un hombre con barbas de plata, terrible encantador, a pedirle la mano de una de sus hijas, y como no se la había querido dar, había convertido a sus súbditos en árboles, a sus cuatro hijas en fuentes de agua y a él en labrador al cuidado de su bosque encantado.
—Bueno —dijo Juan Soldado— ¿Alguna manera debe de haber para darle fin a este encantamiento?
—Es muy difícil —le contestó el Rey. Pues hay que arrancarle un colmillo a Barbas de Plata, y él tiene la fuerza de mil hombres. Ya otros caminantes han tratado de ayudarme, pero lo único que lograron es que los convirtiera en animales.
Estaban en esa plática cuando se presentó Barbas de Plata, un gigante que, al ver a Juan Soldado, se dirigió a él lanzando chispas de furor:
—¿Quién eres tú, que te has atrevido a traspasar mis dominios? Te convertiré en culebra por entrometido.
—Yo soy —contestó Juan— el hombre que te ha de vencer para liberar a tanto infeliz de tu tiranía.
Juan Soldado no esperó un momento más, se le echó encima, lo tiró al suelo y le sacó el colmillo con el azadón del rey.
En el mismo momento se oyó un trueno horrible y se vio al gigante convertirse en una enorme lechuza que voló por los aires pues no era otro sino el mismo diablo. Poco a poco los encantados fueron recuperando su forma humana. Juan se encontró al lado del trono del Rey, que le dijo:
—El inmenso beneficio que me has hecho, no puede recompensarse con nada; sin embargo, te ofrezco todos mis tesoros y compartir contigo mi trono.
—Gracias, señor —dijo Juan Soldado— pero soy mucho más rico que Vuestra Majestad y no podría gobernar un reino porque soy muy ignorante.
—Acepta entonces —le dijo el Rey— la mano de una de mis hijas.
Y diciendo esto, dejó a Juan Soldado, volviendo a poco tiempo con sus tres hijas. La mayor y la segunda al ver a Juan, huyeron dando gritos de terror, y sólo la más pequeña, que era la más bonita, se acercó a Juan y tendiéndole su preciosa manita, le dijo con dulzura:
—Mi padre nos ha contado tu noble acción y el compromiso que ha contraído y yo con gusto cumpliré, si tú me recibes por esposa.
—Pues bien —le dijo Juan— aquí tienes esta media medallita y si pasados tres años no he vuelto, será porque he muerto; entonces rezarás por mí y estarás libre de compromiso—. Y se alejó muy triste soñando con el porvenir.
Pasados los tres años y el día que se cumplían fue Juan Soldado a buscar el dinero enterrado; y a poco vio aparecer al diablo, que le dijo:
—Has ganado, y es justo que alcances la felicidad que bastante cara has comprado. Dame mi traje y toma tu uniforme.
Inmediatamente se puso Juan su ropa y corriendo a un río cercano se baño perfectamente, se dirigió a una peluquería donde lo rasuraron y cortaron el pelo, se compró un elegante traje y transformado se presentó en el palacio del Rey Desencantado. Tan riquísimo era su traje, y tan bella y simpática su figura, que todos lo tomaron por un gran príncipe. Solicitó al Rey una audiencia secreta que le fue concedida, y en ella se dio a conocer con su futuro suegro, rogándole que lo presentara con sus hijas, sin decirle quién era. En cuanto lo vieron las dos mayores, a cual más quedó encantada en la apostura del mancebo y cuando el Rey les dijo que aquel joven deseaba casarse, las dos se pusieron contentísimas, procurando cada una atraerse la atención de Juan Soldado. Sólo la más pequeña se mostró indiferente y ni siquiera se fijó en el joven, permaneciendo triste y pensativa. Al despedirse regaló a las mayores joyas cuajadas de diamantes y a la última una pequeña caja que al parecer no tenía ningún valor; pero obedeciendo a una natural curiosidad, la abrió y cual no sería su alegre sorpresa al ver el pedazo de medallita que se había llevado Juan Soldado, por lo cual se dispuso inmediatamente para casarse.
El acontecimiento fue celebrado con un banquete, el pastel de bodas era tan alto como una torre y alcanzó... ¡hasta para el diablo!
—Sería capaz de venderle mi alma al diablo con tal que me diera dinero.
Y el diablo, que no está sordo, se le apareció al momento vestido de terciopelo colorado, con capa y un capuchón por donde se le asomaban los cuernos, y le dijo:
—Yo puedo darte todo lo que deseas, pero antes tengo que asegurarme de qué eres valiente.
Juan Soldado como prueba le enseñó las cicatrices de las heridas que había recibido en el campo de batalla, pero el diablo no se dio por satisfecho.
Y que va viendo Juan Soldado un chango grandísimo como orangután que trató de darle de palos con un garrote, pero Juan ni tardo ni perezoso, le clavó la bayoneta de su fusil dejándolo muerto en el acto.
—Veo —le dijo el individuo rojo— que eres valiente, y desde hoy cuenta con que tendrás lo que quieras, siempre que cumplas estas condiciones: te pondrás el vestido que llevo puesto, y siempre que metas mano al bolsillo lo hallarás lleno de dinero; te cubrirás con la piel del mono que acabas de matar, y durante diez años no te lavarás, ni peinarás, ni te cortarás el pelo ni la barba. Si en esos diez años cometes una mala acción, tu alma será mía; y si eres bueno, al cabo de ese tiempo serás completamente dichoso.
Aceptó Juan Soldado las condiciones del diablo con tal de tener dinero. Sin perder tiempo se vistió de diablo y metiéndose las manos en los bolsillos los encontró repletos de relucientes monedas de oro. Después desolló al chango, se puso la piel de abrigo y se alejó muy contento mientras el diablo desaparecía dejando un fuerte olor a azufre.
Con el tiempo Juan Soldado se dio cuenta que siempre que sacaba dinero de los bolsillos se volvía a llenar de monedas de oro, así que decidió hacer un entierrito para cuando terminara su compromiso con el diablo. Buscó en el campo un árbol cerca de una peña que le sirviera de señal y haciendo un pozo, de cuando en cuando, iba a echar allí dinero. Andaba feliz, pero no podía gozar bastante de su dinero pues estaba tan feo que muchos le tenían miedo.
Un día que Juan Soldado estaba en el campo enterrando monedas vio a un hombre de muy mala catadura que con un puñal lo amenazó diciéndole:
—¡Manos arriba! A la buena o a la mala me tienes que entregar todo el dinero que tienes enterrado.
—Pues lo veremos, ya ves que no soy manco —le contestó Juan Soldado.
Y diciendo y haciendo se le echó encima y los dos se agarraron a golpes, por fin Juan Soldado logró sujetarlo por el cuello hasta que casi lo ahorca. Pero entonces el hombre, que no era otro sino el mismo diablo, le arrojó llamas por los ojos, la nariz y la boca, que prendieron en el abrigo de piel de chango que traía puesto Juan, quien lo soltó a la carrera, revolcándose luego en la tierra para apagarse el fuego.
Entonces el diablo le dijo:
—He querido probar si de veras eres valiente y digno de mi protección y por poco me sale cara la prueba, pues nada faltó, para que me hubieras ahorcado. Cumples bien tu compromiso, pero para que tenga más mérito, voy a aumentar el mal aspecto que ya tienes y darte la apariencia más horrible. Si sales bien, tienes asegurada mi protección; pero si no, tu alma será mía. Hasta la vista—. Y desapareció convertido en una ligera nube de humo.
Juan Soldado quedó más feo que nunca, sucio, peludo y chamuscado. A pesar de tanto bien como hacía, no por eso lo veían las gentes de mejor modo, y como naturalmente su aspecto empeoraba cada día, resultaba que ya no podía acercarse a ninguna parte habitada, pues creyéndolo un monstruo de especie desconocida, estuvo varias veces a punto de ser asesinado a pedradas, a palos, y aún llegó el caso de que se formó una reunión de hombres armados con el exclusivo objeto de perseguirle para matarlo. Viendo esto Juan Soldado, se decidió a huir de aquellos sitios, internándose en los montes más espesos, a riesgo de ser devorado por alguna fiera.
A mucho andar llegó a una floresta donde la tierra era roja como regada con sangre, y los árboles negros con formas de hombres, mujeres y niños, que se quejaban lastimosamente cuando el viento movía sus hojas, negras también. Caminó Juan Soldado otro poco y encontró a un hombre de mediana edad que estaba sembrando verduras, asustándose al verlo.
—No temas —le dijo Juan— no te haré daño, pero dime ¿qué haces en estas lejanías?
El hombre, que por sus modales se notaba que era un gran señor, le contó que antes era el Rey de aquel lugar, que su castillo estaba cerca y abandonado porque un día había llegado un hombre con barbas de plata, terrible encantador, a pedirle la mano de una de sus hijas, y como no se la había querido dar, había convertido a sus súbditos en árboles, a sus cuatro hijas en fuentes de agua y a él en labrador al cuidado de su bosque encantado.
—Bueno —dijo Juan Soldado— ¿Alguna manera debe de haber para darle fin a este encantamiento?
—Es muy difícil —le contestó el Rey. Pues hay que arrancarle un colmillo a Barbas de Plata, y él tiene la fuerza de mil hombres. Ya otros caminantes han tratado de ayudarme, pero lo único que lograron es que los convirtiera en animales.
Estaban en esa plática cuando se presentó Barbas de Plata, un gigante que, al ver a Juan Soldado, se dirigió a él lanzando chispas de furor:
—¿Quién eres tú, que te has atrevido a traspasar mis dominios? Te convertiré en culebra por entrometido.
—Yo soy —contestó Juan— el hombre que te ha de vencer para liberar a tanto infeliz de tu tiranía.
Juan Soldado no esperó un momento más, se le echó encima, lo tiró al suelo y le sacó el colmillo con el azadón del rey.
En el mismo momento se oyó un trueno horrible y se vio al gigante convertirse en una enorme lechuza que voló por los aires pues no era otro sino el mismo diablo. Poco a poco los encantados fueron recuperando su forma humana. Juan se encontró al lado del trono del Rey, que le dijo:
—El inmenso beneficio que me has hecho, no puede recompensarse con nada; sin embargo, te ofrezco todos mis tesoros y compartir contigo mi trono.
—Gracias, señor —dijo Juan Soldado— pero soy mucho más rico que Vuestra Majestad y no podría gobernar un reino porque soy muy ignorante.
—Acepta entonces —le dijo el Rey— la mano de una de mis hijas.
Y diciendo esto, dejó a Juan Soldado, volviendo a poco tiempo con sus tres hijas. La mayor y la segunda al ver a Juan, huyeron dando gritos de terror, y sólo la más pequeña, que era la más bonita, se acercó a Juan y tendiéndole su preciosa manita, le dijo con dulzura:
—Mi padre nos ha contado tu noble acción y el compromiso que ha contraído y yo con gusto cumpliré, si tú me recibes por esposa.
—Pues bien —le dijo Juan— aquí tienes esta media medallita y si pasados tres años no he vuelto, será porque he muerto; entonces rezarás por mí y estarás libre de compromiso—. Y se alejó muy triste soñando con el porvenir.
Pasados los tres años y el día que se cumplían fue Juan Soldado a buscar el dinero enterrado; y a poco vio aparecer al diablo, que le dijo:
—Has ganado, y es justo que alcances la felicidad que bastante cara has comprado. Dame mi traje y toma tu uniforme.
Inmediatamente se puso Juan su ropa y corriendo a un río cercano se baño perfectamente, se dirigió a una peluquería donde lo rasuraron y cortaron el pelo, se compró un elegante traje y transformado se presentó en el palacio del Rey Desencantado. Tan riquísimo era su traje, y tan bella y simpática su figura, que todos lo tomaron por un gran príncipe. Solicitó al Rey una audiencia secreta que le fue concedida, y en ella se dio a conocer con su futuro suegro, rogándole que lo presentara con sus hijas, sin decirle quién era. En cuanto lo vieron las dos mayores, a cual más quedó encantada en la apostura del mancebo y cuando el Rey les dijo que aquel joven deseaba casarse, las dos se pusieron contentísimas, procurando cada una atraerse la atención de Juan Soldado. Sólo la más pequeña se mostró indiferente y ni siquiera se fijó en el joven, permaneciendo triste y pensativa. Al despedirse regaló a las mayores joyas cuajadas de diamantes y a la última una pequeña caja que al parecer no tenía ningún valor; pero obedeciendo a una natural curiosidad, la abrió y cual no sería su alegre sorpresa al ver el pedazo de medallita que se había llevado Juan Soldado, por lo cual se dispuso inmediatamente para casarse.
El acontecimiento fue celebrado con un banquete, el pastel de bodas era tan alto como una torre y alcanzó... ¡hasta para el diablo!
La tetera
Había una vez una tetera muy arrogante y pretenciosa que estaba orgullosa de su porcelana, de su largo pitón, de su ancha asa; tenía algo delante y algo detrás: el pitón delante y el asa detrás.
Pero nunca hablaba de su tapadera, que estaba rota y encolada, o sea que era defectuosa y a nadie le gusta hablar de los propios defectos, ¡ bastante ya lo hacen los demás! Las tazas, la mantequera y la azucarera, todo el servicio de té, en una palabra, a buen seguro que se había fijado en la hendedura de la tapa y hablaba más de ella que de la artística asa y del estupendo pitón. ¡Bien lo sabía la tetera!
-¡Las conozco! -decía para sus adentros-.
Pero conozco también mis defectos y los admito, en eso está mi humildad, mi modestia. Defectos los tenemos todos, pero una tiene también sus cualidades.
Las tazas tienen un asa, la azucarera una tapa. Yo, en cambio, tengo las dos cosas, y además, por la parte de delante, algo con lo que ellas no podrán soñar nunca: el pitón, que hace de mí la reina de la mesa de té.
El papel de la azucarera y la mantequera es de servir al paladar, pero yo soy la que otorgo, la que impero:
-reparto bendiciones entre la humanidad sedienta; en mi interior, las hojas chinas se elaboran en el agua hirviente e insípida.
Todo esto pensaba la tetera en los despreocupados días de su juventud.
Estaba en la mesa puesta, manejada por una mano primorosa.
Pero la primorosa mano resultó torpe, la tetera se cayó, se rompió el pitón y se rompió también el asa. De la tapa no valía la pena hablar; ¡ bastante disgusto había causado ya antes ! La tetera yacía en el suelo sin sentido, y se salía toda el agua hirviendo.
Fue un rudo golpe, y lo peor fue que todos se rieron: se rieron de ella y de la torpe mano.
-¡ Este recuerdo no se borrará nunca de mi mente ! -exclamó la tetera cuando, más adelante, relataba su vida-. Me llamaron inválida, me pusieron en un rincón, y al día siguiente me regalaron a una mujer que vino a mendigar un poco de grasa del asado.
Descendí al mundo de los pobres, tan inútil por dentro como por fuera, y, sin embargo, allí empezó para mí una vida mejor.
Se empieza siendo una cosa, y de pronto se pasa a ser otra distinta.
Me llenaron de tierra, lo cual, para una tetera, es como si la enterrasen, pero entre la tierra pusieron un bulbo. Quién lo hizo, quién me lo dio, lo ignoro, el caso es que me lo regalaron.
Fue una compensación por las hojas chinas y el agua hirviente, por el asa y el pitón rotos. Y el bulbo depositado en la tierra, en mi seno, se convirtió en mi corazón, mi corazón vivo; nunca lo había tenido.
Desde entonces hubo vida en mí, fuerza y energías. Latió el pulso, el bulbo germinó, estalló por la expansión de sus pensamientos, y sentimientos, que cristalizaron en una flor.
La vi, la sostuve, me olvidé de mí misma ante su belleza.
¡ Dichoso el que se olvida de sí por los demás ! No me dio las gracias ni pensó en mí, a él iban la admiración y los elogios de todos.
Si yo me sentía tan contenta, ¿cómo no iba a ser ella admirada?
Un día oí decir a alguien que se merecía una maceta mejor.
Me partieron por la mitad, ¡ ay, cómo dolió !
y la flor fue trasplantada a otro tiesto más nuevo, mientras a mí me arrojaron al patio, donde estoy convertida en cascos viejos.
Mas conservo el recuerdo y nadie podrá quitármelo.
Pero nunca hablaba de su tapadera, que estaba rota y encolada, o sea que era defectuosa y a nadie le gusta hablar de los propios defectos, ¡ bastante ya lo hacen los demás! Las tazas, la mantequera y la azucarera, todo el servicio de té, en una palabra, a buen seguro que se había fijado en la hendedura de la tapa y hablaba más de ella que de la artística asa y del estupendo pitón. ¡Bien lo sabía la tetera!
-¡Las conozco! -decía para sus adentros-.
Pero conozco también mis defectos y los admito, en eso está mi humildad, mi modestia. Defectos los tenemos todos, pero una tiene también sus cualidades.
Las tazas tienen un asa, la azucarera una tapa. Yo, en cambio, tengo las dos cosas, y además, por la parte de delante, algo con lo que ellas no podrán soñar nunca: el pitón, que hace de mí la reina de la mesa de té.
El papel de la azucarera y la mantequera es de servir al paladar, pero yo soy la que otorgo, la que impero:
-reparto bendiciones entre la humanidad sedienta; en mi interior, las hojas chinas se elaboran en el agua hirviente e insípida.
Todo esto pensaba la tetera en los despreocupados días de su juventud.
Estaba en la mesa puesta, manejada por una mano primorosa.
Pero la primorosa mano resultó torpe, la tetera se cayó, se rompió el pitón y se rompió también el asa. De la tapa no valía la pena hablar; ¡ bastante disgusto había causado ya antes ! La tetera yacía en el suelo sin sentido, y se salía toda el agua hirviendo.
Fue un rudo golpe, y lo peor fue que todos se rieron: se rieron de ella y de la torpe mano.
-¡ Este recuerdo no se borrará nunca de mi mente ! -exclamó la tetera cuando, más adelante, relataba su vida-. Me llamaron inválida, me pusieron en un rincón, y al día siguiente me regalaron a una mujer que vino a mendigar un poco de grasa del asado.
Descendí al mundo de los pobres, tan inútil por dentro como por fuera, y, sin embargo, allí empezó para mí una vida mejor.
Se empieza siendo una cosa, y de pronto se pasa a ser otra distinta.
Me llenaron de tierra, lo cual, para una tetera, es como si la enterrasen, pero entre la tierra pusieron un bulbo. Quién lo hizo, quién me lo dio, lo ignoro, el caso es que me lo regalaron.
Fue una compensación por las hojas chinas y el agua hirviente, por el asa y el pitón rotos. Y el bulbo depositado en la tierra, en mi seno, se convirtió en mi corazón, mi corazón vivo; nunca lo había tenido.
Desde entonces hubo vida en mí, fuerza y energías. Latió el pulso, el bulbo germinó, estalló por la expansión de sus pensamientos, y sentimientos, que cristalizaron en una flor.
La vi, la sostuve, me olvidé de mí misma ante su belleza.
¡ Dichoso el que se olvida de sí por los demás ! No me dio las gracias ni pensó en mí, a él iban la admiración y los elogios de todos.
Si yo me sentía tan contenta, ¿cómo no iba a ser ella admirada?
Un día oí decir a alguien que se merecía una maceta mejor.
Me partieron por la mitad, ¡ ay, cómo dolió !
y la flor fue trasplantada a otro tiesto más nuevo, mientras a mí me arrojaron al patio, donde estoy convertida en cascos viejos.
Mas conservo el recuerdo y nadie podrá quitármelo.
La mariposa : Hans Christian Andersen
La mariposa iba en busca de novia, y, naturalmente, pensaba en una linda florecilla. Las estuvo examinando. Todas permanecían calladas y discretas en su tallo, como es propio de las doncellas no prometidas. Pero había tantas, que la elección resultaba difícil, y no sabiendo la mariposa qué partido tomar, voló hacia la margarita. Los franceses han descubierto que esta flor posee el don de profecía; por eso la consultan los novios, arrancándole hoja tras hoja y dirigiéndole cada vez una pregunta relativa a la persona amada: «¿De corazón?», «¿Por encima de todo?», «¿Un poquito?», «¿Nada en absoluto?», etc. Cada cual pregunta en su lengua, y la mariposa acudió a interrogar a su vez, pero en vez de arrancar las hojas las besaba, creyendo que como se llega más lejos es con el empleo de buenos modales.
-¡Dulce Margarita! -dijo- Es usted la señora más inteligente de todas las flores, y puede predecirme lo por venir. Dígame, por favor, ¿cuál será mi novia? ¿Cuál me querrá? Cuando lo sepa, podré volar directamente a ella y solicitarla.
Pero Margarita no respondió. Se había molestado al oírse tratar de «señora», cuando era una joven doncella, y entonces no se es señora. La mariposa repitió su pregunta por segunda y tercera vez, pero viendo que obtenía la callada por respuesta, emprendió el vuelo, resuelta a buscar novia por su cuenta.
La primavera se hallaba en sus comienzos; en gran profusión florecían las campanillas blancas y los azafranes. «Son muy lindas -dijo la mariposa-, unas pequeñas preciosas, pero demasiado pollitas». Se había fijado en que los mozos las preferían mayores.
Voló entonces a las anémonas, pero las encontró un tanto secas, y luego a las violetas, que le resultaron demasiado románticas. Los tulipanes eran orgullosos; los narcisos, plebeyos; las flores del tilo, demasiado pequeñas y con excesiva parentela. Las del manzano, si bien es cierto que parecían rosas, florecían hoy y se caían mañana, según soplara el viento; sería un matrimonio muy breve, pensó. La flor del guisante fue la que estimó más apropiada; era roja y blanca, fina y delicada, y pertenecía a la clase de las doncellas caseras, que son guapetonas y, al mismo tiempo, saben desenvolverse en la cocina. Iba ya a declarársele, cuando de pronto vio a su lado una vaina con una flor marchita en la punta.
-¿Quién es esa? -preguntó.
-Es mi hermana -respondió la flor de guisante.
-¡Caramba, así es como será usted más tarde!
La mariposa se asustó y siguió volando.
La madreselva florida colgaba sobre la valla. Eran muchas señoritas de caras largas y piel amarilla; no le gustó la especie. ¿Qué le gustaba, pues? Pregúntaselo a ella.
Pasó la primavera, pasó el verano y vino el otoño, y la mariposa seguía sin decidirse.
Las flores llevaban entonces magníficos ropajes; pero, ¿qué se sacaba con eso? Les faltaba el espíritu juvenil, fresco y fragante. El corazón, cuando envejece, quiere aroma, y ésta no se encuentra precisamente en las dalias y las alteas. Por eso la mariposa se dirigió a la menta crespa.
-Verdad es que no tiene flores, pero en realidad toda ella es una flor, huele de pies a cabeza, hay fragancia en cada una de sus hojas. ¡Me quedaré con ella!
Y, finalmente, la solicitó.
Pero la menta permanecía tiesa y callada, hasta que, al fin, dijo: - Amigos, bueno, pero nada más. Yo soy vieja, y usted también; podemos perfectamente vivir el uno para el otro, pero casarnos, de ningún modo. No cometamos sandeces a nuestra edad.
Y así fue cómo la mariposa se quedó sin mujer. Se había pasado demasiado tiempo buscando, y esto no debe hacerse. Acabó siendo lo que se dice un solterón.
Otoño estaba muy avanzado, con lluvias y tiempo turbio. Un viento frío soplaba sobre los viejos sauces, cuyo interior crujía. No daba ya gusto salir de paseo en traje de verano; pronto se le quitaban a uno las ganas. Pero la mariposa no revoloteaba ya por el campo; por casualidad había encontrado un refugio, con estufa encendida. Reinaba allí una temperatura veraniega, y se podía vivir muy bien. «Pero no basta con vivir -decía-. ¡Hacen falta el sol, la libertad y una florecilla!».
Y de un vuelo se fue al cristal de la ventana. La vieron, la admiraron y, traspasándola con una aguja, la depositaron en el cajón de las cosas raras. Más no habrían podido hacer por ella.
-Ahora estoy en un tallo, como una flor -dijo la mariposa aunque, bien mirado, no resulta muy agradable. Viene a ser como el matrimonio, uno está bien asentado.
Y con esto se consoló.
-¡Pobre consuelo! -observaron las flores de la maceta del cuarto.
-No hay que fiarse mucho de las flores de tiesto -dijo la mariposa-; alternan demasiado con las personas.
-¡Dulce Margarita! -dijo- Es usted la señora más inteligente de todas las flores, y puede predecirme lo por venir. Dígame, por favor, ¿cuál será mi novia? ¿Cuál me querrá? Cuando lo sepa, podré volar directamente a ella y solicitarla.
Pero Margarita no respondió. Se había molestado al oírse tratar de «señora», cuando era una joven doncella, y entonces no se es señora. La mariposa repitió su pregunta por segunda y tercera vez, pero viendo que obtenía la callada por respuesta, emprendió el vuelo, resuelta a buscar novia por su cuenta.
La primavera se hallaba en sus comienzos; en gran profusión florecían las campanillas blancas y los azafranes. «Son muy lindas -dijo la mariposa-, unas pequeñas preciosas, pero demasiado pollitas». Se había fijado en que los mozos las preferían mayores.
Voló entonces a las anémonas, pero las encontró un tanto secas, y luego a las violetas, que le resultaron demasiado románticas. Los tulipanes eran orgullosos; los narcisos, plebeyos; las flores del tilo, demasiado pequeñas y con excesiva parentela. Las del manzano, si bien es cierto que parecían rosas, florecían hoy y se caían mañana, según soplara el viento; sería un matrimonio muy breve, pensó. La flor del guisante fue la que estimó más apropiada; era roja y blanca, fina y delicada, y pertenecía a la clase de las doncellas caseras, que son guapetonas y, al mismo tiempo, saben desenvolverse en la cocina. Iba ya a declarársele, cuando de pronto vio a su lado una vaina con una flor marchita en la punta.
-¿Quién es esa? -preguntó.
-Es mi hermana -respondió la flor de guisante.
-¡Caramba, así es como será usted más tarde!
La mariposa se asustó y siguió volando.
La madreselva florida colgaba sobre la valla. Eran muchas señoritas de caras largas y piel amarilla; no le gustó la especie. ¿Qué le gustaba, pues? Pregúntaselo a ella.
Pasó la primavera, pasó el verano y vino el otoño, y la mariposa seguía sin decidirse.
Las flores llevaban entonces magníficos ropajes; pero, ¿qué se sacaba con eso? Les faltaba el espíritu juvenil, fresco y fragante. El corazón, cuando envejece, quiere aroma, y ésta no se encuentra precisamente en las dalias y las alteas. Por eso la mariposa se dirigió a la menta crespa.
-Verdad es que no tiene flores, pero en realidad toda ella es una flor, huele de pies a cabeza, hay fragancia en cada una de sus hojas. ¡Me quedaré con ella!
Y, finalmente, la solicitó.
Pero la menta permanecía tiesa y callada, hasta que, al fin, dijo: - Amigos, bueno, pero nada más. Yo soy vieja, y usted también; podemos perfectamente vivir el uno para el otro, pero casarnos, de ningún modo. No cometamos sandeces a nuestra edad.
Y así fue cómo la mariposa se quedó sin mujer. Se había pasado demasiado tiempo buscando, y esto no debe hacerse. Acabó siendo lo que se dice un solterón.
Otoño estaba muy avanzado, con lluvias y tiempo turbio. Un viento frío soplaba sobre los viejos sauces, cuyo interior crujía. No daba ya gusto salir de paseo en traje de verano; pronto se le quitaban a uno las ganas. Pero la mariposa no revoloteaba ya por el campo; por casualidad había encontrado un refugio, con estufa encendida. Reinaba allí una temperatura veraniega, y se podía vivir muy bien. «Pero no basta con vivir -decía-. ¡Hacen falta el sol, la libertad y una florecilla!».
Y de un vuelo se fue al cristal de la ventana. La vieron, la admiraron y, traspasándola con una aguja, la depositaron en el cajón de las cosas raras. Más no habrían podido hacer por ella.
-Ahora estoy en un tallo, como una flor -dijo la mariposa aunque, bien mirado, no resulta muy agradable. Viene a ser como el matrimonio, uno está bien asentado.
Y con esto se consoló.
-¡Pobre consuelo! -observaron las flores de la maceta del cuarto.
-No hay que fiarse mucho de las flores de tiesto -dijo la mariposa-; alternan demasiado con las personas.